14 de agosto de 2012

Palabrerío

El viento hace que mi pelo vuele, se revuelva, me tape la cara, se enrede.
El camino se hace largo, y no veo el final. Llevo en mi mano la valija donde guardé todo lo que no pienso usar, para tirarla en el mejor momento y que se la coman los buitres, porque para eso están, pero yo decido darles mis sobras.
Los rayos del sol pegan fuerte, agujas pequeñas sobre mi piel. El polvo se levanta sobre mí y respiro mi escencia, me doy cuenta que vos también lo sabés.
Muero de a poco, dejo pedazos de mí en la ruta.
Me desintegro en pensamientos y acciones.
Desparramo un suelo del ayer, de las horas más cercanas, de las más lejanas, para que la luna se lleve con su noche los reflejos sobre las piedras. Entonces aplaudo lento, para marcar el pulso de mis pasos, para componer el ritmo de mi melodía y entender el eco de mi alma, cuando está callada y murmura, como los pájaros cuando se juntan de a dos sobre una rama y cantan bajo.
Quien sabe qué misterios oculta la sonrisa de la tarde, cuando cae y salpica sus colores naranjas sobre la tierra. Me hace sonreir, y el misterio es ese, que sin decir nada, su calor me alcanza. Su caída lenta y pausada, como si fuera una canción con los silencios justos. Porque es en esos silencios, precisos, que entiendo lo que quiero decir.
Y aunque tal vez en ese momento las palabras no quieran ver el sol, no interesa demasiado, porque el sol también se va. Todos nos vamos. Con la certeza de haber visto, por ese instante, la luz.