21 de febrero de 2010

Nenes de la calle

- ¿No fuiste capaz de lavarte las manos?
- No – respondieron las zapillas movedizas de un nene contra la columna. - ¿Y donde querías que lo hiciera?
- En el baño.
-¿En que baño?
- En cualquiera.

Había una flor tirada en las vías del subte.
Desde donde estaba parada veía de perfil a la chica sentada hablando con el nene. Mientras charlaban se reían, gritaban; no puedo decir que estuvieran tristes. Me enseñaron en ese instante lo que es disfrutar. Por un instante los imaginé en un patio de lo que sería su casa, y no acostados en un piso, pisado por miles. Viven una realidad donde cualquier banco, cualquier piso, cualquier baño es lo propio. Son dueños de todo y a la vez de nada. Ellos tienen derecho sobre las calles, ellos mandan.

Reyes desde tan chicos, esclavos desde su nacimiento.

La gente los mira con miedo, otros con una mezcla de horror y compasión. Pocos los miran. Por los andenes se funden dos cuadros, casi incompatibles: gente q camina rápido para llegar a algún lugar, gente que sube, gente q baja las escaleras. Personas que venden, personas que compran. Mujeres ciegas, ancianos débiles, hombres de negocios, madres preocupadas, estudiantes orgullosos de llevar sus apuntes a la vista, jóvenes con la mirada perdida. Y en medio de todo este malón de personalidades y personajes, están ellos. Están casi molestando, caminan por los pasillos del subte, exigen atención, “ese nene es peligroso”, así que hay que observarlo. El nene golpea las puertas, hace malabares, da besos, da la mano.
El nene sigue siendo un nene, pero no podemos verlo. Detrás de sus ropas rotas, de sus pies sucios, más allá de su pelo despeinado, de su semblante a veces duro. Es un nene, que aprendió a ser más fuerte que un adulto, que entendió cual era su destino, aprendió a sobrevivir. Aún así se ríe, disfruta de lo simple. Se pone contento si alguien le dice que es lindo, si le dan un juguete. A veces están más preocupados que un gran hombre de negocios, tienen que llevar la plata al hogar, y no llevarla significa perder una vez más la inocencia. A veces parecen violentos, pero no porque lo sea, necesita algo. Necesita ser protegido, y está ahí, en la gran ciudad, sabiendo que nadie aceptará un compromiso de amarlo. Algunos podrán darle monedas, podrán comprarle alguna vez un alfajor. Otros podrán ignorarlo, pero da igual. Nadie se quedará a su lado, no habrá nadie cuando llueva y él esté lejos de su casa. Nadie podrá escucharlo llorar cuando se lastime. Ojos que ven, ojos que se pierden en el círculo de la vanidad. El tiempo que nos persigue y nos aleja, y nos acerca al éxito de decir: pobrecito. Es pobre, pero no porque quiere. Es pobre, y aún así, a veces es más fuerte que todos.

13 de febrero de 2010

Entre la vida y la muerte

¿Cómo será la última vez que sintamos el viento? La última vez que el sol caliente nuestro cuerpo. Ese instante, el segundo antes de la muerte. El segundo después. ¿Qué será lo último que piense nuestra mente? Lo último que vean nuestros ojos.

Algunos solo ven paredes blancas y gente en guardapolvo, otros una luz enceguecedora en el medio de la ruta. Hablar de la muerte es nombrar lo indecible, es uno de esos temas que no se hablan en una parada de colectivos o en un encuentro casual. Nombrar a la muerte es llamarla, según la superstición popular. Nadie sabe lo que hay después de la muerte, lo que pasará, pero aún así le temen. Nos aterroriza lo desconocido, porque nuestra seguridad se basa en cosas tangibles, perecederas, contingentes. Nuestra esperanza se desvanece en ese “otro mundo”, es como un boleto con validez en la tierra, cuyo valor no alcanza para pagar el viaje al otro lado.

¿Enumerar muertes trágicas es definir la muerte? Si creemos que es lo opuesto a estar vivo. ¿Qué es estar vivo? Bueno, hay un ideal colectivo, de que estar vivo es “ser vivo”. Solemos catalogar a los más tranquilos de muertos, de amargos. La vida la relacionamos con los colores estridentes, los días soleados, la gente gritona y reidora, los niños en plazas y las madres embarazadas. Una lluvia de sonidos, imágenes y diversión; también un silbido apacible en el medio de un valle, la paz. “Esto si que es vida”. Eso es lo que muestran en las publicidades, cuando quieren vender no solo un producto, sino un estilo de vida. Nadie haría alusión a la depresión para generar la atracción del público (al menos no para generar ventas, sí para otros fines más nefastos).

Como sea, la vida y la muerte son opuestos, se definen por lo que no son, según Saussure. Sin embargo, más allá de todas sus enemistades, de sus contradicciones y diferencias, ambas se encuentran en un punto. Es el punto en el que la muerte de algo genera vida, y la vida genera muerte. Suena loco, así de loco es.
Por ejemplo, cuando ocurre un accidente, pueden darse dos tipos de escenas: el dolor de una madre sin consuelo y la alegría de un transplante exitoso. Un solo hecho, dos consecuencias. Una muerte que genera vida. Por otro lado, cuando se trata del caso contrario, resulta un tanto más complicado. Muchas veces, dejar vivir ciertos sentimientos es dejar fluir ríos que desembocan en un mar muerto.

En el andar cristiano aprendemos mucho de estas antinomias. Es necesario morir a nosotros mismos para que El viva. Es todo o nada. No existe el masoquismo religioso en la Palabra de Dios. No hay lugar para autosuficientes, para los que maltratan a su vieja naturaleza en vez de liquidarla, porque resulta espectáculo de circo romano, y el león rugiente ya se devoró a unos cuantos. El dejó todo, gloria, riqueza, esplendor. Siendo dueño de todo, se volvió el más despreciado. Entiendo esto cuando realmente lo pienso, sin decirlo por arriba. Cuando esta verdad penetra en mi corazón y su Espíritu Santo me lleva a la gratitud, de vivir, inmerecidamente. Acaso esa es la mayor paradoja? Como vivir una vida que no es nuestra? Como administrar su gracia?

Cada día morimos, cada día resucitamos juntamente con el, y cuesta entender como una vez y para siempre cambió nuestro para siempre. Pero es así. La vida descendió a la muerte, para derrotarla una vez, La Vida es también el Camino y La Verdad.

La Vida pueden confundirla con muchas cosas, pero en su esencia siempre tendrá un solo nombre, sobre todo nombre: Jesús.

8 de febrero de 2010

Viajes intraurbanos

Hoy me puse a pensar en que hace mucho tiempo que vengo pensando. Pienso cosas que no escribo, cosas que solo encuentran vida en mi mente. Tal vez porque dejarlas por escrito sería inmortalizarlas en la hoja, y algunas ideas solo sirven muertas.

Tengo mis momentos de mayor verborragia muda mientras viajo, monólogos dialogales entre mi conciencia y mi inconciencia. Me pregunto a dónde irá toda la gente cuyas caras veo por quince minutos o media hora. Me intriga. No es que no tenga algo mejor para pensar, es que eso me resulta algo realmente bueno. Son caras que si no son conocidas, cuando las vuelva cruzar, si logro retener la imagen, serán conocidas.

El tiempo que uno pasa en el subte, en el colectivo o en el tren se vuelve eterno. ¿El reloj camina más lento? No, simplemente es otro tiempo. Uno siente que no es parte del mundo inmóvil, uno va en una dirección, y siente que los demás también. Desde el colectivo la gente que camina por la calle se vuelve vulnerable a los ojos pasajeros. Uno es testigo de hechos, y tiene la capacidad de no ser descubierto, (a menos que haya un cruce de miradas entre el transeúnte y el pasajero), de todos modos eso dura el instante que el colectivo permanece en la parada, en el semáforo o en marcha lenta, y uno luego “huye” con esa información para perderse en la nada. En el subte la situación se vuelve un poco más relajada, ya no hay ojos observadores y observados, salvo en las estaciones cuando miramos a los que esperan el subte de la dirección opuesta. La línea B siempre me pareció especial y distinta de las otras, pero es solo una apreciación mía. Me entretengo mirando a las personas que tengo frente a mí, diferente al colectivo, donde mi visión es más acotada a menos que me siente en los últimos asientos, entonces me divierte observar los tipos de cabello o en su defecto, los tipos sin cabello. A veces cuando me asomo a ver si viene la lombriz roja, veo las dos luces como una o como lo que son; otras veces veo todo oscuro, y eso me transmite cierta soledad. La línea C me pone más nerviosa, porque todos tenemos que tomarla para combinar con los otros subtes o tomar algún colectivo. Todos vamos apurados, todos nos empujamos, y eso está bien! No es necesario pedir perdón, después de todo somos solo cuerpos con prisa, una necesidad sanitaria desplazada a los pies, un instinto casi animal.

Otra situación con respecto a mis viajes intraurbanos tiene que ver con la espera. La interminable espera de que aparezca el colectivo. Verlo venir a lo lejos, preparar las monedas y que al ponerlas falten cinco centavos. Poner de mal humor al chofer y a las personas detrás mío. Casi rutinario que a una cuadra lo vea venir, que lo corra y se vaya mientras aminoro la velocidad para resignarme y sentarme a esperar el siguiente.
El tren es una historia aparte. No es un mundo subterráneo pero tampoco superficial. No está en las calles, tiene su propia vía, y esto lo hace único. Por otra parte sin las vías no sería tren, serían vagones muertos, sin movimiento. Vías y tren se encuentra en una relación de dependencia para su significación. El eje de abscisas se desplaza en dirección Constitución y el de ordenadas lleva a los pasajeros, que pueden encontrarse muchas veces sin coordenada alguna, perdidos en algún punto. Viajar en tren me trae sentimientos mezclados. Las caras generalmente son más expresivas, y a esto no le encuentro explicación. Si los asientos se encuentran enfrentados uno se encuentra mirando a los ojos a alguien y se inhibe cuando es descubierto. Si los asientos están de a dos uno prefiere el de uno, pero sabe que pronto subirá algún anciano o mujer embarazada, o cargando un niño.

No es nada fácil decidir donde pararse al entrar al tren, uno mira que caras pueden viajar hasta constitución o se bajarán en lanús o Banfield. Y que feo se cuando se levanta el del asiento a un metro, entonces hay de los que miran si hay alguna anciana para dárselo y cuando vuelve a sentarse otro ya ocupó el lugar. Nadie pregunta, la agilidad es un requisito para la supervivencia. No mirar a los ojos, sentarse y poner cara de agotado es la clave. “merezco este asiento”. Muchas veces me he encontrado al borde de un desmayo, tener muchos hombres sentados en los asientos y tener vergüenza de pedirlo. Esa es otra cuestión que me desvela: como harán los hombres para estar siempre sentados? Es increíble, que la mayoría parada sean mujeres. Y lo más impresionante es que pretenden conquistarte mirándote. ¡Hombres! Conseguirían más ofreciendo un asiento, pero la comodidad también es una característica humana: conseguir todo sin dejar mucho. Así una se resigna a ser objeto de observación y mirar por la ventana sin pretender demasiado de los demás.

El mal humor también reina bastante, sobre todo en horas tempranas y en las que uno se siente vaca al matadero. Empujones, incluso sacudidas, golpes para entrar y la posterior pared humana que rodea a uno. Frente a la puerta se forma un gran bloque humano, donde uno termina en las posiciones más contorsionadas, y lucha por ubicar sus pies de manera de no perder el equilibrio. No se que les pasará a los hombres, pero la mujer tiene un problema mayor: cuidar su parte trasera y delantera para no salir embarazada. Dicho así suena fuerte, y lo es. Es que viajar en tren es una experiencia para gente fuerte, gente que soporta el ruido fuerte, gente que a veces no tiene de donde agarrarse fuerte.

Como sea, viajar en el transporte público es una mezcla de sensaciones, pero más que nada es una lucha por la supervivencia.

5 de febrero de 2010

Cuestiones de tiempo

Ya otro año. Otro mes. Dar vuelta la hoja del almanaque me genera una mezcla de expectativa y nostalgia. Lo nuevo es así. Doble en su esencia e indescifrable. No sabemos cuan nuevo será, si traerá vestigios de lo vivido. A mi particularmente me quita una sonrisa dar vuelta la hoja, tal vez porque no me gustan los finales, entonces imagino los días en blanco de colores. Otras veces, sin embargo, extraño el pasado y si a eso uno le suma música deprimente, la combinación puede ser letal. Algo así como juntar un piromaniaco con un masoquista. Hay cosas que nunca deben hacerse: correr en pantuflas, bailar en la ducha y comer chupetín delante de un pony. Hay cosas que deben hacerse más seguido: bailar con el ser amado, correr un sueño y comer chupetines. Todo se relaciona de alguna manera: corremos un sueño porque de chicos nos enseñaron que si uno se encapricha demasiado, puede obtener golosinas. Bailamos con el ser amado porque no es simplemente mover el cuerpo, es acelerar el ritmo, del corazón, y eso también lo genera un chupetín en un diabético.
Lo nuevo y lo viejo. En algún punto las situaciones nuevas nos traen recuerdos, en algún otro lugar, los recuerdos siempre son el presente. Prefiero imaginar un lugar donde ambos se cuenten secretos, entonces los escucharía a escondidas. Quietamente.
Empezar algo siempre trae secretos, que el tiempo se encarga de descubrir. Y aunque sentir esa seguridad que solo el paso de los días puede dar, es el mayor anhelo, sin esas noches y soles no podríamos tener memoria, de tantas caídas y sonrisas. No podríamos recordar como llegamos a ese lugar. Lo cierto es, que una vez que avanzamos, el mapa detrás de nosotros empieza a desdibujarse, y el punto de partida se vuelve un punto en la nada. Algo que casi nos cuesta recordar, porque tiene que ver más con una sensación, con un momento previo. Pero si nos esforzamos podemos llegar a sentir el temor que nos provocaba lo desconocido, aunque nunca volvamos a ser esa misma persona que fuimos.