13 de febrero de 2010

Entre la vida y la muerte

¿Cómo será la última vez que sintamos el viento? La última vez que el sol caliente nuestro cuerpo. Ese instante, el segundo antes de la muerte. El segundo después. ¿Qué será lo último que piense nuestra mente? Lo último que vean nuestros ojos.

Algunos solo ven paredes blancas y gente en guardapolvo, otros una luz enceguecedora en el medio de la ruta. Hablar de la muerte es nombrar lo indecible, es uno de esos temas que no se hablan en una parada de colectivos o en un encuentro casual. Nombrar a la muerte es llamarla, según la superstición popular. Nadie sabe lo que hay después de la muerte, lo que pasará, pero aún así le temen. Nos aterroriza lo desconocido, porque nuestra seguridad se basa en cosas tangibles, perecederas, contingentes. Nuestra esperanza se desvanece en ese “otro mundo”, es como un boleto con validez en la tierra, cuyo valor no alcanza para pagar el viaje al otro lado.

¿Enumerar muertes trágicas es definir la muerte? Si creemos que es lo opuesto a estar vivo. ¿Qué es estar vivo? Bueno, hay un ideal colectivo, de que estar vivo es “ser vivo”. Solemos catalogar a los más tranquilos de muertos, de amargos. La vida la relacionamos con los colores estridentes, los días soleados, la gente gritona y reidora, los niños en plazas y las madres embarazadas. Una lluvia de sonidos, imágenes y diversión; también un silbido apacible en el medio de un valle, la paz. “Esto si que es vida”. Eso es lo que muestran en las publicidades, cuando quieren vender no solo un producto, sino un estilo de vida. Nadie haría alusión a la depresión para generar la atracción del público (al menos no para generar ventas, sí para otros fines más nefastos).

Como sea, la vida y la muerte son opuestos, se definen por lo que no son, según Saussure. Sin embargo, más allá de todas sus enemistades, de sus contradicciones y diferencias, ambas se encuentran en un punto. Es el punto en el que la muerte de algo genera vida, y la vida genera muerte. Suena loco, así de loco es.
Por ejemplo, cuando ocurre un accidente, pueden darse dos tipos de escenas: el dolor de una madre sin consuelo y la alegría de un transplante exitoso. Un solo hecho, dos consecuencias. Una muerte que genera vida. Por otro lado, cuando se trata del caso contrario, resulta un tanto más complicado. Muchas veces, dejar vivir ciertos sentimientos es dejar fluir ríos que desembocan en un mar muerto.

En el andar cristiano aprendemos mucho de estas antinomias. Es necesario morir a nosotros mismos para que El viva. Es todo o nada. No existe el masoquismo religioso en la Palabra de Dios. No hay lugar para autosuficientes, para los que maltratan a su vieja naturaleza en vez de liquidarla, porque resulta espectáculo de circo romano, y el león rugiente ya se devoró a unos cuantos. El dejó todo, gloria, riqueza, esplendor. Siendo dueño de todo, se volvió el más despreciado. Entiendo esto cuando realmente lo pienso, sin decirlo por arriba. Cuando esta verdad penetra en mi corazón y su Espíritu Santo me lleva a la gratitud, de vivir, inmerecidamente. Acaso esa es la mayor paradoja? Como vivir una vida que no es nuestra? Como administrar su gracia?

Cada día morimos, cada día resucitamos juntamente con el, y cuesta entender como una vez y para siempre cambió nuestro para siempre. Pero es así. La vida descendió a la muerte, para derrotarla una vez, La Vida es también el Camino y La Verdad.

La Vida pueden confundirla con muchas cosas, pero en su esencia siempre tendrá un solo nombre, sobre todo nombre: Jesús.

1 comentario:

Alejandra Albero dijo...

Desde que murió mi mamá me pregunto como es la vida el instante antes de morir, que es lo último que se llevó consigo. Es tan doloroso recordarlo pero tan necesario hablarlo. Felictaciones por el blog, escribís muy bien!